Somos las alas de quienes no pueden volar
Por: Francesca di Maolo, Avvenire.
Desde hace 150 años, el Instituto Seráfico se ocupa de niños y jóvenes con graves discapacidades. A lo largo de los años, las necesidades de las personas que cruzan su umbral han cambiado y, en consecuencia, también nuestras acciones. Pero nuestra misión es siempre la misma: dar plenitud a la vida de los más vulnerables.
Para proteger la vida al máximo, necesitamos tener una clara comprensión del valor del ser humano: en cualquier circunstancia y más allá de cualquier límite o enfermedad. Es precisamente el reconocimiento del valor del otro lo que nos ha motivado en estos 150 años, un largo viaje que ha sido como navegar en alta mar, inspirados por el amor en el camino de la fraternidad. La vida es extraordinaria y siempre puede sorprendernos.
Muchos creen que situaciones como la nuestra están llenas de dolor. Ciertamente, no lo niego. Junto a la vida más vulnerable experimentamos el sufrimiento, pero también la alegría, la auténtica alegría que te coge por sorpresa ante la autonomía conquistada por los niños y su asombro ante la belleza que nos rodea. Pienso en David, que fue traído aquí con tres años, casi en estado vegetativo, tras un gravísimo accidente que se cobró la vida de sus padres. Los médicos del hospital nos habían dicho que David estaba condenado a su estado, y que tal vez sólo mejoraría muy levemente. Pero yo vi cómo volvía lentamente a la vida en manos de unos cuidadores extraordinarios, que no sólo son muy competentes y profesionales, sino que, movidos por un impulso del corazón, nunca se rinden. También para David parecía que el destino había escrito toda su historia, sin madre ni padre, y con unos ojos que parecían incapaces de percibir nada a su alrededor. Recuerdo que un día abrí la puerta de la habitación del musicoterapeuta. Encontré a David estirado sobre el piano de cola: mientras la terapeuta Paola tocaba el piano, Marco trabajaba en su cuerpecito: le daba masajes y vibraciones.
Tengo recuerdos de David en el parque, en el agua y en los brazos de una educadora que le leía un cuento. Recuerdo a quien pintó su habitación para hacerla más acogedora y a quien la limpió con cuidado y amor. Entonces, un día especial me encontré con él en el pasillo y vi que sus ojos ya no estaban apagados, sino muy atentos, que seguían mi voz. Me emocioné tanto que no pude contener las lágrimas de emoción. Pienso en Verónica, que ha aprendido a caminar por nuestros pasillos, en Giancarlo, que con el parpadeo de sus pestañas y su extraordinaria sonrisa nos comunica todos sus estados de ánimo. Pienso en aquellos que ya no están con nosotros y que hemos tenido cerca hasta el final, haciendo de puente entre el cielo y la tierra.
Junto a la vida más vulnerable, aprendemos que siempre es posible vivir una vida plena. Esto nos lleva a reflexionar también sobre algunas desviaciones culturales que amenazan con agobiarnos.
En tiempos de crisis económica, debido a la escasez de recursos, el acceso a los servicios sanitarios está condicionado con demasiada frecuencia por los beneficios sanitarios que pueden generar. En consecuencia, se considera que lo incurable no tiene tratamiento. Esta es una conclusión absurda: lo incurable siempre puede ser atendido. Junto con nuestros hijos, hemos aprendido que incluso en un cuerpo inmóvil hay un alma capaz de volar, si hay alguien a su lado. Y nosotros tenemos el privilegio de hacer posible este vuelo.
Las mujeres y los hombres extraordinarios que eligen diariamente proteger la vida son las alas de tantas personas vulnerables. Pero también son constructores de justicia y democracia. Esta es una fase de la que no siempre somos plenamente conscientes.
Con demasiada frecuencia se cree que cuidar de los demás es sólo un acto de caridad y asistencia, que son actividades discrecionales e innecesarias. Pero no lo es: es el reconocimiento de la dignidad de una persona que tiene derecho no sólo a sobrevivir, sino a vivir. El amor y la justicia son inseparables. Cuidar de los demás y acompañarlos para que participen en la vida redunda en el interés de toda la comunidad, porque la democracia exige que nadie se quede atrás.
Somos conscientes de que es en el día a día con los enfermos, los discapacitados, los ancianos y sus familias donde la dignidad de la persona, de mero enunciado, puede pasar a ser palabra viva. Sabemos que la protección de la vida va más allá del sentido estricto de la asistencia sanitaria. En el Instituto Seráfico hemos tomado conciencia de que no sólo estamos llamados a ser las manos y los ojos de nuestros hijos: también debemos ser su voz en la sociedad.
El Papa Francisco, en su encuentro con el Instituto Seráfico el pasado 13 de diciembre, recordó que «toda persona humana es preciosa, tiene un valor que no depende de lo que tiene o de sus capacidades, sino del hecho mismo de ser persona, imagen de Dios. Si la discapacidad o la enfermedad hacen la vida más difícil, no es menos digna de ser amada y vivida en plenitud».
El reconocimiento del valor de cada persona es realmente la única manera de cambiar el paradigma según una nueva perspectiva que, precisamente siguiendo las palabras del Santo Padre, pone a la persona más vulnerable en el centro de nuestro cuidado y atención. Y también en el centro del interés político. Como subrayó el Papa, se trata de una «meta de la civilización», que sólo puede alcanzarse si todos nos reconocemos como custodios de la vida.
La vida es un bien que no puede quedar a merced de la falsa libertad, la soledad y el abandono. Todos somos custodios de la vida, unos de otros. Lograr esta conciencia individual y colectiva es también la única manera de reconstruir nuestro país hacia un desarrollo que será real y sostenible sólo si no dejamos a nadie atrás.
El Presidente del Instituto Seráfico de Asís.